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miércoles, 7 de noviembre de 2007

El brazo de su compañero

Prestando atención a los demás aprendes cantidad de cosas, y en el caso de las parejas homosexuales siempre me encanta observar sus gestos comedidos de confianza y afecto, el reparto más o menos convencional de roles que suele haber entre los dos y la ternura contenida que sobrevuela a su alrededor que, pese a su inmovilidad y silencio, denota cierto aire de temor a ser juzgados. Los podemos ver caminando por céntricas calles comerciales, ghettos de la misma ciudad, restaurantes del casco viejo o simplemente tomando un café en un Starbucks. No suele tratarse de dúos espectaculares, sino todo lo contrario: gente tranquila, discreta y a menudo con aspecto educado.

Pienso en esto a menudo, sobre todo en mis horas de soledad, cuando veo ciertas escenas que me impulsan a ello. Tal es el caso que el otro día tomándome un café con un amigo en una céntrica calle próxima a mi casa, pude ver cómo a nuestro lado había una pareja, hombre y hombre, cuarentones. Se sentaban muy juntos, apoyando uno de ellos discretamente su brazo sobre el hombro del compañero. Estaban callados, mirando una revista que compartían sobre la mesa. En un momento determinado se fue por unos instantes la luz de la cafetería y saltaron las luces de emergencia del local, dejándonos en un ambiente más intimo forzosamente. Aprecié en ellos una sonrisa rápida, fugaz, muy similar a un beso o una caricia. Parecían felices. Dos tíos con suerte, pensé. Aún dentro de lo que cabe, porque viéndolos allí sentados en medio de esta cosmopolita y sabia pero loca ciudad, pensé cuantas horas amargas no estarían siendo vengadas con aquella sonrisa. Pesadas adolescencias dando vueltas por los parques o los cines para descubrir el sexo, mientras que otros chavales de su edad se enamoraban, escribían cartas de amor, abrazaban y besaban en las fiestas de sus colegios. Noches empleadas en echarse a la calle soñando con príncipes azules de su misma edad, para que al llegar el amanecer volvieran a su casa hechos una mierda llenos de asco y soledad. La imposibilidad de decirle a una persona de tu mismo sexo que tiene unos ojos bonitos, una hermosa voz... Porque en vez de responderte con un cálido agradecimiento verbal o una sonrisa, lo más probable es que te partiera la cara. Y cuando apetece salir, hablar, enamorarse, pasárselo bien o lo que sea, verse condenado a locales de ambiente, a noches rodeados de cuerpos ciclados empastillados, reinas escandalosas y drag queens de vía estrecha. Salvo los que se confinan a la alternativa cutre de la sauna, la sala X, la revista de contactos o la sordidez del urinario público.

Por eso pienso más a menudo aún en lo afortunado y entero que tiene que ser un homosexual que consigue llegar a los cuarenta sin odiar a esta sociedad hipócrita, obsesionada por juzgar, averiguar, elucubrar y condenar con quién se mete, o no se mete, en la cama. Envidio la calma de quienes se mantienen fieles a sí mismos, sin exageraciones pero sin complejos, personas ante todo. Gente que en tiempos como éstos reivindican sus correspondientes deudas históricas, cuando los propios homosexuales podrían, con más derechos que muchos de ellos, exigir la deuda impagada de tantos años de adolescencia perdidos, tantos golpes y vejaciones sufridas sin haber cometido jamás delito alguno, tantas humillaciones experimentadas por gentuza que desde el punto más básico de la persona, lo humano, se encuentra a un nivel muy inferior al suyo. Anhelo la sangre fría de quien puede mantenerse sereno y seguir viviendo como si tal cosa, sin rencor, a lo suyo, en vez de salir a la calle a patearle los huevos a la gente que por una cosa o por otra ha destrozado su vida, y a día de hoy sigue destrozando a los chavales de catorce o quince años que siguen teniéndolo igual que él lo tuvo: las mismas dudas, las mismas preocupaciones, los mismos chistes de maricones en su instituto, el mismo desprecio a su alrededor, la misma soledad... el mismo temor.

Cuántos fantasmas atormentados, cuántas infelices almas solitarias no darían cualquier cosa, incluso la vida, por estar en su lugar. Por estar allí, en esa cafetería de la gran ciudad sintiendo el brazo de su leal y amado compañero apoyado en su hombro.

3 comentarios:

Unknown dijo...

Holaaa ya he visitado tu blog so borde!! hoy de momento no pondre ninguna opinion porque no ando muy inspirado hoy ya que es mi primer dia despues de mis vacaciones y estoy espeso jejeje pero en cuanto se me ocurra algo te dejare algo escrito valep??

un besote
david

Anónimo dijo...

Yo fui uno de esos adolescentes atormentados por el miedo a ser diferente, "anormal", yo padeci la soledad que conduce a vías equivocas para encontrarnos, y ahora a mis 35 años, con mi capacidad de amar plena, ya aceptado por mi familia y mis amigos, sigo estando solo a la espera de ese compañero para toda la vida.

Cabeto

Anónimo dijo...

Creo que tienes unos ideales preciosos y una capacidad para expresarte fantástica, de verdad.

Albert